El reciente destierro del obispo Carlos Enrique Herrera, presidente de la Conferencia Episcopal de Nicaragua y titular de la Diócesis de Jinotega, ha evidenciado una vez más la creciente persecución del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo contra la Iglesia católica en Nicaragua. Herrera fue expulsado a Ciudad de Guatemala después de criticar desde el púlpito a Leonidas Centeno, alcalde sandinista de Jinotega, quien, según el obispo, organizó una actividad bulliciosa que interrumpió una misa el domingo 10 de noviembre de 2024. El acto fue considerado por el religioso como una falta de
respeto hacia el culto, lo que generó su denuncia durante la ceremonia.
“Pidamos al Señor perdón por nuestras faltas y también por aquellos que no respetan el culto. Esto es un sacrilegio que está cometiendo el alcalde y todas las autoridades municipales”, proclamó Herrera durante su sermón, haciendo referencia a Centeno. Esta declaración, aunque simple en apariencia, fue suficiente para desencadenar una respuesta severa por parte del gobierno sandinista, que ha intensificado su represión hacia los líderes religiosos percibidos como críticos o independientes.
El obispo Herrera fue obligado a abandonar el país tan solo dos días después de su denuncia. Fuentes cercanas a la Iglesia confirmaron a El País que, tras una reunión en la sede de la Conferencia Episcopal en Managua, el religioso fue trasladado al Aeropuerto Internacional Augusto C. Sandino y embarcado en un vuelo con destino a Ciudad de Guatemala. Allí, fue acogido por los Frailes Franciscanos, la orden religiosa a la que pertenece. Hasta el momento, ni la Conferencia Episcopal de Nicaragua ni el Vaticano han emitido comentarios oficiales sobre su expulsión.
Carlos Enrique Herrera se convierte así en el tercer prelado desterrado por el gobierno de Ortega y Murillo, siguiendo los casos del obispo Rolando Álvarez, quien fue encarcelado y condenado a una larga pena como preso político, y monseñor Silvio Mora, obispo de Siuna, también forzado a salir del país. Estos hechos son parte de un patrón claro y alarmante: el régimen busca debilitar a la Iglesia católica, una institución que se ha mantenido como una de las pocas voces críticas y autónomas en el contexto actual de Nicaragua.
El papel de Leonidas Centeno y el aparato sandinista
Leonidas Centeno, el alcalde de Jinotega mencionado por Herrera, es considerado uno de los "superalcaldes" del régimen, junto con Sadrach Zeledón en Matagalpa y Francisco Valenzuela en Estelí. Estos ediles son piezas clave del aparato sandinista, encargados de ejercer control político en el norte del país y, según denuncias, de colaborar con acciones represivas contra la oposición.
En noviembre de 2021, Centeno fue sancionado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, acusado de participar en la represión violenta de las protestas ciudadanas de 2018 en Jinotega. Durante dichas manifestaciones, se documentaron ataques con armas pesadas por parte de paramilitares, que causaron la muerte de al menos cuatro personas. Según informes oficiales, personal vinculado a la alcaldía de Centeno habría participado activamente en estas acciones represivas, consolidando su reputación como uno de los funcionarios más alineados con el aparato de control del sandinismo.
Persecución sistemática contra la Iglesia católica
La expulsión de Herrera es solo el último episodio en una larga serie de ataques contra la Iglesia católica y otras confesiones cristianas en Nicaragua. Expertos de Naciones Unidas han denunciado que el gobierno de Ortega y Murillo incurre en crímenes de lesa humanidad, entre ellos persecución religiosa, criminalización y violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
Según un informe del Grupo de Expertos de la ONU, entre abril de 2018 y marzo de 2024 se documentaron al menos 73 casos de detenciones arbitrarias de miembros de la Iglesia católica y otras denominaciones cristianas. Sin embargo, la cifra podría ser mayor debido al temor a denunciar estas acciones represivas. Las acusaciones contra religiosos y líderes laicos incluyen delitos infundados como tráfico de drogas, lavado de dinero, conspiración, terrorismo y propagación de noticias falsas.
De estas 73 personas encarceladas, al menos 36 han sido condenadas sin un juicio justo ni garantías procesales. Entre ellas se encuentran 11 religiosos católicos, 10 laicos vinculados a la Iglesia y 2 pastores evangélicos, además de 13 miembros de la Iglesia evangélica. Las acusaciones han sido calificadas por expertos como desproporcionadas, infundadas y basadas en pruebas manipuladas.
El informe también destaca que la Iglesia católica y otras organizaciones religiosas representan una amenaza para el régimen debido a su capacidad autónoma de movilizar a la población y congregar fieles. Esta autonomía es percibida como un obstáculo para el control total que Ortega y Murillo buscan ejercer sobre la sociedad nicaragüense. Además de las detenciones, las iglesias enfrentan otras formas de represión, como agresiones físicas y verbales, espionaje, restricciones para realizar celebraciones religiosas, y profanación de templos.
Contexto histórico y reacciones internacionales
Desde el inicio de las protestas sociales en abril de 2018, la Iglesia católica ha desempeñado un papel fundamental como mediadora y voz crítica frente al gobierno. Esto ha convertido a sus líderes en blanco constante de amenazas y ataques. La expulsión de obispos como Herrera, Álvarez y Mora es una muestra del temor del régimen hacia cualquier actor que desafíe su narrativa oficial y su control absoluto.
A nivel internacional, organismos de derechos humanos, la Unión Europea y Estados Unidos han condenado repetidamente la persecución religiosa en Nicaragua. Sin embargo, las sanciones económicas y políticas impuestas hasta ahora no han logrado frenar la escalada represiva.
Reflexión final
El destierro del obispo Herrera simboliza un nuevo nivel de agresión hacia la Iglesia católica y su rol en la sociedad nicaragüense. La decisión del régimen de Ortega y Murillo de perseguir a figuras religiosas demuestra su intención de sofocar cualquier espacio de disidencia y autonomía en el país. La Iglesia, como voz moral y espiritual, sigue siendo una amenaza para un gobierno que busca el control absoluto, dejando a Nicaragua en una situación de profunda crisis institucional y de derechos humanos.
Mientras la comunidad internacional observa con creciente preocupación, la Iglesia católica y otros actores sociales continúan resistiendo, aunque con costos cada vez más altos. El destierro de Herrera, así como los casos anteriores, plantea interrogantes sobre el futuro de la libertad religiosa y los derechos fundamentales en Nicaragua, y sobre qué medidas podrán adoptarse para revertir esta situación antes de que sea demasiado tarde.
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